Ayer, colocando unos papeles, encontré algo que escribí hace tiempo. En aquella época, es decir, cuando lo escribí, organizaba una escuela de padres y, una vez en semana, nos reuníamos para revisar acciones, corregir tendencias y reflexionar sobre todo aquello que pudiera estar estorbando en la difícil tarea de educar a los niños.
Ahora este escrito me salta a la vista con rabiosa actualidad. Lo desempolvo, lo aireo, lo ventilo y le doy forma para volver a la carga.
Es preciso que todos los implicados en la educación de los niños no olvidemos qué parte de responsabilidad tenemos en el éxito de su vida futura. Esos «Locos bajitos», que diría Serrat, necesitan acciones correctas por parte de sus adultos de referencia y yo, desde aquí, voy a intentar resolver algunas dudas.
Antes y ahora las mismas preguntas:
¿Qué puedo hacer cuando mi hijo…… no recoge, no obedece, no estudia, o no comparte los juguetes.?
¿Qué puedo hacer si me insulta, me ignora, me miente….?
Cuando los padres y los educadores tenemos a nuestro cargo niños que no generan conflicto, que se portan correctamente y que atienden a la norma, entonces no hay problema.
Pero ¿qué pasa cuando no es así? ¿Qué pasa cuando la educación se convierte en un reto de mayor envergadura? ¿Cuándo en un corto periodo de tiempo, por no saber qué hacer, tomamos una medida y la contraria?
¿Qué pasa cuando tenemos delante un niño impulsivo, indómito, rebelde, que nos reta, o nos desafía?
¿Cuál es la propuesta?
Mi propuesta es trabajar con los padres desde el marco teórico de la terapia cognitivo-conductual que, en esencia, propone que aprendiendo a darse las autoinstrucciones correctas, se modificarán las conductas alteradas.
En principio, las edades de los niños van a marcar el modo de actuar.
En los primeros años del desarrollo, a partir de los tres años (siempre aproximadamente) en el cerebro de los niños ya han madurado las redes neuronales de la memoria y ya son, por tanto, capaces de retener órdenes sencillas. A partir de ese periodo se les puede empezar a limitar, evidentemente, siempre con cariño, sin elevar la voz, sin hacer gestos que les puedan generar confusión o estrés. Están aprendiendo.
Al final de la etapa infantil, en torno a los cinco o seis años, ya están incorporando la capacidad de darse instrucciones correctas a sí mismos. Empiezan a razonar, a anticipar acciones, a supervisar conductas, o a inhibir respuetas. Nuestros «locos bajitos» ya son capaces de entender «que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca». Están en un periodo crítico del desarrollo de su función ejecutiva.
Atendiendo a estas premisas básicas del neurodesarrollo, podremos aplicar unos u otros métodos en educación. No hay que ir deprisa, hay que ir en una dirección, con un objetivo y, al igual que ellos aprenden a caminar cayendo y levantando, los educadores deben aprender a educar persistiendo en el empeño, de forma constante.
Es también correcto adecuar las pautas al niño, cada individuo es distinto, y por ello los padres deben ser flexibles a la hora de introducir las normas, en cuanto a la forma, no en cuanto al fondo. No olvidemos que «A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción».
Pero aclaro conceptos.
En primer lugar, y siguiendo nuestro modelo teórico cognitivo-conductual:
¿Qué es la modificación de conducta?
Es un programa de trabajo basado en la aplicación de premio-castigo. Se premia o refuerza lo positivo, se castiga lo negativo. En lenguaje llano, es tener sentido común.
Para que se extingan conductas podemos mostrar indiferencia, se llama «retirada de atención». En este caso los padres deben permanecer impasibles, robóticos, inexpresivos, mientras que el niño intenta conseguir su deseo expresándolo de forma inadecuada. Y deben estar pendientes de cualquier cambio adecuado en su conducta para volver a mostrar interés por él.
Para extinguir conductas, también podemos aislar al niño, se llama “time out”. En este caso se le aleja, se le separa de los demás, hasta que cambie su actitud.
O, en situaciones más extremas, podemos castigarle privándole de algo que le gusta, se llama «poner consecuencia”. Es preciso que cuando esto ocurra, el niño haya sido advertido previamente de lo que va a suceder.
Si estas medidas son aplicadas de forma constante y coherente, el niño aprende qué puede y qué no puede hacer. No se trata de ser inflexibles, se trata de ser persistentes. Poner límites es necesario, sobre todo en las primeras etapas del desarrollo. Lo correcto es aplicar estas técnicas entre los tres y los seis años de edad, aproximadamente. Con más frecuencia se debe retirar la atención; en contadas ocasiones utilizar «tiempo fuera»; y de forma excepcional aplicar consecuencia.
En segundo lugar,:
¿A qué nos referimos al hablar de cambio cognitivo?
Cuando ya el cerebro del niño ha madurado algo más, en torno a los seis años y coincidiendo con el final de la etapa infantil, podemos empezar a trabajar con ellos las autoinstrucciones.
En este sentido, como en muchos otros, hay niños aventajados que aprenden antes. Esto va a depender de sus características temperamentales y también de las medidas educativas aplicadas anteriormente.
Llevamos más de treinta años poniéndole pegatinas, cruces, sellos de colores, o caritas sonrientes a los niños…. Dándoles chucherías o comprándoles regalos desproporcionados. Desde mi punto de vista no se trata tanto de administrar premios, sino de conseguir que el premio sea algo intrínseco, que incorporen una voz sana que les indique lo que pueden y deben hacer. Porque el autocontrol, la autoinstrucción, la autorregulación de la conducta, no dependen de todos estos medios materiales, dependen de recursos mucho más complejos, que no tienen precio, basados en el criterio firme, constante, del padre y la madre que educan con cariño y con rigor.
Los niños aprenden a responderse a sí mismos las siguientes preguntas: «¿Qué tengo que hacer? Cómo lo puedo hacer? ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Puedo hacerlo mejor? Voy a repasar y si encuentro algún fallo, buscaré una alternativa más adecuada.»
Esto lo aprenden, entre otros medios, observando al modelo. Y aquí es donde los padres deben entender la enorme responsabilidad que tienen. «Predicar con el ejemplo», se ha dicho toda la vida. Mensaje y acción coherente. Porque «Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par», observan y copian.
Y me pregunto: ¿Podemos los adultos que criamos y educamos a estos niños, adultos del futuro, ponernos caritas sonrientes? Sintiéndolo mucho he de decir que no siempre. Buscamos el cambio en los niños y jóvenes, pero qué pasa con los mayores. ¿Cambiamos en nuestra forma de hablar a los niños? ¿Somos más pacientes con ellos? ¿Somos un buen ejemplo, un modelo de autorregulación? ¿Nos damos instrucciones a nosotros mismos antes de actuar? ¿Nos paramos a pensar antes de descalificarles, darles un pellizco, o exigirles sin freno? ¿Sentamos las bases de la convivencia en las primeras etapas de la vida o somos laxos, sobreprotectores, arbitrarios? ¿Les dejamos solos mucho tiempo porque tenemos que trabajar para proporcionarles una «vida mejor»? ¿Les organizamos salidas y actividades para luego reprocharles su conducta porque “son desagradecidos, inquietos, caprichosos…”? ¿Nos pasamos la vida negociando y cediendo? ¿Utilizamos los límites de forma consistente?¿Tenemos una conducta equilibrada y realista o nos pasamos la vida anticipando desgracias del tipo “ qué va a ser de este niño como siga así…”?
Los profesionales tenemos una parte importante en la responsabilidad de estas situaciones. Tratamos a los niños y a los jóvenes y dejamos “libres” a los padres, no les apretamos las clavijas, no les enfrentamos a la realidad. Justificamos su conducta, al igual que la nuestra, somos cómplices de sus errores y responsables únicos de los nuestros.
Ellos, como dice Serrat «Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma», a mi me gustaría que cargaran con algo más…..