Uno se pregunta por qué los niños están cansados, agotados, estresados. Por qué se muestran irritables, huraños, a veces negativistas y desafiantes.
En muchas ocasiones el origen de su conducta se debe a las dificultades que les hemos impuesto, llevándoles a vivir cada día una vida de adultos, con prisas, con agendas, con un exceso de obligaciones y de preocupaciones.
¿Cuándo juegan los niños?
¿Cuándo tienen tiempo para no hacer nada?
¿Por que les ocupamos todo el día?
Sus jornadas laborales son extremadamente extensas. Salen de los colegios después de haber permanecido en ellos alrededor de ocho horas y, todavía, deben dedicarle al estudio más tiempo.
Durante la etapa infantil y primaria, es decir, desde los tres a los once años, las frases que más veces escuchan son: “Date prisa que no llegamos”. “Vamos tarde”. “
Por las mañanas, no llegamos al colegio.
Y así, las mañanas se dedican a vivir intensamente la CULPA.
Primero, son los niños los culpables: culpables de olvidar algo; culpables de desayunar despacio; de vestirse despacio; de que sus padres estén de los nervios; de que estos dejen en casa su teléfono….: culpables.
Después, una vez en el coche, tras ajustarse el cinturón, llega la charla-reflexión: “Papá no quiere reñirte, pero es que…”
Ahí es cuando se aprovecha para la retahíla de reproches. Y, escuchan atónitos un lenguaje extremadamente adulto.
Unas veces, de forma condescendiente, se les anima a replantearse su futuro con preguntas trampa como: “¿No te das cuenta cariño de que si sigues así no vas a llegar a ninguna parte?”. Otras veces, se les anima a la comparación: “Mira tu hermano, nunca olvida sus cosas, es responsable, no tengo que estar pendiente de él…”. En ocasiones, el padre aprovecha para alimentar su ego evocando tiempos pasados: “Yo a tu edad…..”. “En mis tiempos….”
Toda esta perorata no es más que una forma del adulto para eliminar sus propias tensiones, para descargar sus sentimientos, más o menos reprimidos de inadecuación. Cualquier persona, por poco lista que sea, entiende que esta no es forma de comenzar el día.
Otras veces, cuando la tensión o la falta de control de los padres es más elevada, el tono ya desde el inicio no es condescendiente, es agresivo, a veces, acompañado de hostilidad verbal y, espero y deseo, que nunca acompañado de otro tipo de medidas ampliamente utilizadas en el pasado.
Sea como sea, los niños se tragan un rapapolvo, a mi juicio exagerado.
Al final, la entrada en el colegio. El niño harto. Y el padre con sentimiento de frustración se va a trabajar sintiéndose culpable por el comienzo del día. O sintiendo que ese par de mocosos no terminan de entender lo que tienen que hacer para no molestarle.
Por la tarde, las actividades extra escolares que, en principio deberían ser la parte divertida y relajada del día, también van montadas en el tren de la prisa.
Esta parte del día se dedica a la DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS: “¡Que sepas que esto para mi es un verdadero sacrificio. O te das prisa o te desapunto porque a mi no me compensa!
Me fascina la palabra “desapunto”. Me parece mágica, inmediata, novia del impulso. Me suena a interruptor: apago, enciendo. Cuando algo me frustra, apago, no pienso las consecuencias, no reflexiono. ¿Qué le estamos enseñando a los niños?
En la hora de piano o de kárate, los padres van corriendo a la compra, o al gimnasio. Salen acalorados. Recogen a sus hijos ya saturados y, de prisa a casa.
Después, una vez allí, extenuados, porque son las siete de la tarde y no han parado de correr, quedan los deberes, la ducha, la cena, leer para que cojan afición a la lectura. Ah¡ y dejar la ropa preparada para el día siguiente, la mochila bien cargada de libros para alimentar la escoliosis y la lordosis, que ya nos la trataremos de mayores haciendo pilates.
El final de la tarde, por tanto, se dedica intensamente a la TENSIÓN. De nuevo la retahíla: “por qué no has anotado los deberes”, “dónde esta el libro”, “has vuelto a perder la chaqueta del chandal”, “mira como traes la ropa…”
Se termina con un rotundo «no puedo más».
Y así es como comienza en los niños el estrés: cerrando el círculo. Lo que mal empieza, mal acaba. Buenos días, buenas noches. Rellenamos el día de emociones de dudosa reputación. Damos demasiada prioridad a lo que no es importante y así trasmitimos de generación en generación las mismas equivocaciones que después nos pasaran factura en la gestión de nuestras vidas.
Esto que es el pan nuestro de cada día en la mayor parte de los hogares españoles, genera niños angustiados. Sus cerebros, en pleno neurodesarrollo, sometidos a este elevado ritmo, están en situación de alerta permanente. No descansan.
Algunos niños, mejor programados genéticamente para soportar esta situación, se libran de la ansiedad. Pero otros, más vulnerables a la misma, están abocados a vivirla intensamente.
Sabemos que nuestros cerebros están preparados para responder ante situaciones de peligro. En ellos hay lo que frecuentemente denomino “rotondas de asociación”. Centros neurálgicos dónde confluye información de distintos canales. Uno de estos, es nuestro Sistema Límbico, centro de las emociones situado en zonas anteriores de los lóbulos temporales. Una de las partes del límbico, la amígdala, parece estar directamente implicada en nuestra respuesta ante las situaciones de estrés. Como si fuera un guardián siempre espera la señal de peligro para actuar en consecuencia. Hay dos opciones: la huída o el ataque. La amígdala en constante comunicación con la parte más ejecutiva del cerebro, el lóbulo frontal, atiende a las indicaciones de este.
Si el peligro es real y no puedo defenderme, me voy, me escondo… Huyo.
Si el peligro es real, pero puedo defender, respondo, ataco, peleo… Lucho.
Pero ¿qué pasa cuando mi cerebro sometido de forma tan permanente a un estado de alerta y tensión similar al que se produce en una situación de peligro real, se perturba y empieza a no reconocer las señales de: “Tranquilo, no pasa nada. No hay motivo para activarse. Es por la mañana y vas al colegio. Tu padre grita pero no es un perro rabioso (o ¿si?)”.
¿Qué pasa cuando la amígdala también “trabaja” en exceso? No hay descanso. No hay relax.
Entonces aparece el estrés que, como una niebla espesa, nos impide ver más allá.
El debate está abierto.
¿Queremos perpetuar en nuestros niños la ansiedad?
¿Es normal que veamos en clínica infanto-juvenil pacientes con alopecia areata?¿Es normal que tratemos a pacientes menores de quince años con dolores abdominales recurrentes? ¿Que exista el concepto de “fobia escolar”? ¿Es lógico que observemos en niños y jóvenes sintomatología de depresión directamente relacionada con cuestiones académicas?¿Tenemos conciencia de lo que estamos haciendo cuando tratamos a nuestros niños como a adultos prematuros cargados de obligaciones?
Los niños tienen derecho a poder elegir qué hacer después de una larga jornada laboral. Tienen derecho a hacer deporte, a pintar, hacer teatro, aprender piano, aprender a cocinar o a cantar, sin que ello implique un final del día desgraciado. Tienen derecho a llegar a sus casas y, si quieren…. perder un poquito el tiempo. Tienen derecho a ser niños, a que sus cerebros maduren, a que sus cuerpos crezcan. Y a sentir cómo dentro de ellos va creciendo un adulto equilibrado sensato, con capacidad de autogestión.
Hay una canción preciosa de Silvio Rodriguez que dice:
“Quisiera enmendar los comienzos de todas las brumas.
Quisiera empezar cada lienzo con mejor fortuna.
Quisiera pegarme unas alas y en una cornisa,
soplar,
una dulce balada que esparza la brisa”
Eliminar las situaciones de estrés en la infancia es una medida preventiva que puede evitar muchas brumas en la etapa adulta.