Ataque de pánico y agorafobia.
La ansiedad es un estado de alarma, de alerta, exagerado, no justificado, no acorde con la situación que el sujeto está viviendo.
En su estado «puro», la ansiedad es una respuesta que da el ser humano ante una situación de peligro real, y que le prepara para defenderse o huir. Le activa para llevar a cabo conductas congruentes con la supervivencia, pero una vez pasado el momento de tensión, el organismo vuelve a la calma. Cuando el sujeto no consigue calmarse, está entrando en un cuadro de ansiedad que le llevará a vivir una situación de riesgo psicológico.
Los problemas de ansiedad pueden darse en cualquier persona, pero ahora sabemos que existe, en algunos casos, una predisposición genética para padecerlos.
Ha sido descubierto un gen, el NTRK3, que parece estar implicado en la regulación de nuestro sistema límbico. Alteraciones en dicho gen producen en el ser humano una mayor vulnerabilidad a la hora de prolongar, innecesariamente, los estados de ansiedad.
De tal manera que algunos sujetos para llegar a vivir una situación de descontrol van a necesitar vivencias muy desequilibradoras, mientras que otros pueden llegarse a desequilibrar con estímulos irrelevantes, no potentes, que, sin embargo para ellos, adquieren un matiz diferente.
Son muchos los diagnósticos que podemos hacer en torno a la ansiedad. Hay una amplio espectro de situaciones asociadas a este problema. Desde situaciones más leves, de angustia o ansiedad moderada, en la que los sujetos atraviesan por estados transitorios de estrés psicológico, hasta situaciones más extremas y agobiantes como es el caso del Ataque de Pánico.
El ataque de pánico es, según manifiestan las personas que lo sufren, una situación tremendamente desagradable.
El sujeto, de forma inesperada y repentina, en un contexto conocido, en una situación novedosa, en una reunión, en la cola de un supermercado, en la ópera, en una conferencia, o cuando va a subir a un avión, comienza a sentir una serie de manifestaciones físicas que le alteran profundamente, le generan un miedo intenso y le llevan a temer por su vida. El tsunami de sensaciones es imparable. Para compararlo con algo físico y que sea más fácil de entender, es como un infarto emocional: el sujeto cree que va a morir.
Se considera que es crisis de pánico cuando el malestar va acompañado de taquicardia, pérdida de aire, temblor, sudoración, y/o diarrea. Saltan todas las alarmas del organismo. La razón no puede atender a tantas demandas, no puede tranquilizar tantas voces internas que, como un coro desafinado, entona un cántico extraño y desconocido imposible de callar.
El ataque de pánico no suele durar más de diez o quince minutos, pero para quienes lo padecen estos minutos son eternos, porque el tiempo, como dijo Bergson, es subjetivo y porque, aunque el refranero español dice que «no hay mal que cien años dure», el ataque de pánico es tan duro como un dolor atemporal, largo, sin rumbo.
Las personas después de pasar por una situación de pánico se sienten extremadamente cansadas, abatidas. Después de esa «voltereta en el agua», cuando salen a la superficie, no encuentran razones para lo que les ha ocurrido. Recuperan poco a poco la estabilidad, el equilibrio, intentando justificar ante sí mismos y, a veces, ante otros, lo que les ha ocurrido. Como ir por la carretera, sentirse deslumbrado, perder el control, dar un bandazo, enderezar, caer a la cuneta, sortear el bache, oír el sonido de los frenos, actuar sin plan, por instinto, enderezar, y volver a la vía. Cada paciente lo explica de una manera.
Mientras recuerdan lo que les ha pasado, se señalan distintas partes del cuerpo, se tocan la frente, se palpan la yugular, como si esperaran encontrar un rastro real del Alien que durante un tiempo impreciso ha transitado por su cuerpo.
La primera vez que alguien siente esta sensación, y ya físicamente en estado de calma, sigue con el pensamiento agitado. En algunos se establece un doloroso diálogo interno; otros se avergüenzan por su debilidad; otros se asombran. Y, la mayoría se preguntan: ¿cómo es posible que me haya pasado esto a mi? Los autoexigentes, los implacables consigo mismos, realizan su lista de autoreproches y de autocríticas y resuelven la situación poniéndose el listón más alto y dándose una orden severa: «Esto se acabó, no me puede volver a pasar. No puedo perder el control de esta manera». Otros se sienten humillados, observados, y escuchan pacientemente las recomendaciones de voces «expertas», las retahílas de consejos ni pedidos ni deseados.
El problema es que, frecuentemente, el «error-horror» no ha acabado, porque muchas personas tras un ataque de pánico, realizan asociaciones incorrectas que les llevan a alterar seriamente el curso de sus vidas. Comienzan a anticipar el malestar en distintas situaciones, acuden a los sitios en actitud de alerta, con un debate interno, con la duda de si volverá el malestar. Y así, sin darse cuenta van dejando en el camino del desajuste las miguitas de pan, las marcas de tiza en la loseta, y la ansiedad vuelve a hacer su recorrido. Se desencadena nuevamente la cadena de vivencias, los eslabones desajustados. El sujeto vuelve a revivir el temor a «no sabe que», porque no hay razones.
A partir de ahí, surgen situaciones de agorafobia en las que la persona empieza a aislarse, a mutilar su vida. El paciente no afronta, evita, elude.
Las respuestas de evitación constituyen el manjar más selecto para el monstruo llamado «ansiedad». Cada vez que alguien deja de asistir a un teatro, a un cine, a un congreso, a un examen, a una charla, a un avión, a un autobús o metro, el monstruo se relame, eructa satisfecho: se ha dado un atracón de miedo.
La agorafobia es la situación en la que la persona piensa, siente que no va a poder escapar. Da igual estar en un sitio cerrado, abierto, conocido o desconocido. El sujeto lo vive como si el lugar le dominara a él, le atrapara, le mantuviera sentado a la silla, atado a la butaca del teatro, pegado al respaldo de la silla, con los pies clavados en el suelo de un parque o un concierto al aire libre. La agorafobia es como una camisa de fuerza en el interior, blanca, fuertemente ceñida, no permite moverse. La persona piensa «no puedo escapar, no puedo salir, los demás van a verme fatal, se van a dar cuenta de la situación…» Y otra vez aparecen los sudores, las palpitaciones. El coro de la sinrazón comienza de nuevo su cántico.
El ataque de pánico y la agorafobia es uno de los males de nuestro siglo. El atareado ser humano de nuestro tiempo va hipotecando su salud sin darse cuenta. No hay momento para la calma, para el paseo, la tertulia.
Al final, se busca la solución en la química. Pero la química no cura. La química marea, distorsiona, no activa la voluntad de cambio, no identifica el problema, simplemente suma, genera otro problema. Los tratamientos se prolongan. Los pacientes se hacen tolerantes y necesitan mayores dosis de fármaco o fármacos distintos que actúen sobre otros neurotransmisores.
¿Podemos curar al paciente con agorafobia y con ataque de pánico? Si. Claro. Para empezar con algunas recomendaciones muy básicas: Psicoterapia y movimiento. La psicoterapia ayuda a modificar los patrones de pensamiento erróneos y el movimiento ayuda a generar endorfinas. Cuando el paciente se mece en esta cuna puede que tarde más en calmarse, puede que necesite más tiempo, puede que sea más difícil o más duro, pero al final conseguirá relajarse, no adormilarse.