El pasado sábado, día 5 de abril, ha tenido lugar en Madrid un taller sobre Función Ejecutiva.
Ha sido impartido por el profesor José Antonio Portellano que el pasado mes de marzo fue premiado, en el Congreso de Neuropsicología, por su trayectoria dentro del mundo de la neurociencia. La verdad, no me extraña. Es un gran profesor. No solo por lo que trasmite, sino por cómo lo trasmite.
En el taller había un concurrido grupo de profesionales del mundo de la educación, la psicología y la neuropsicología.
Cuando coincido con personas que proceden de circunstancias laborales tan variadas, y observo que, por fin, estamos emitiendo en una misma onda, me siento tremendamente satisfecha.
Ahora dentro de todos estos contextos el constructo Función Ejecutiva empieza a sonar.
Ahora, ya muchos saben que decir Función Ejecutiva es lo mismo que decir anticipación de respuesta, autorregulación, planificación, organización, supervisión, inhibición, ejecución.
Ahora, ya muchos saben que la Función Ejecutiva depende de la maduración de los lóbulos frontales, esa zona de nuestro cerebro que es la última en madurar y que, sin embargo, es la que sustenta nuestra existencia, la que nos permite vivir en sociedad, respetar las normas, tener voluntad, ser empáticos, compasivos, comprensivos, saber escuchar, amar y relacionarnos con el resto de nuestros iguales.
Y, por fin, ahora ya muchos saben, que los neuropsicólogos no somos ciencia a ficción, ni un «quiero y no puedo». Los neuropsicólogos, somos un grupo de profesionales con un espacio dentro de este complejo mundo de la ciencia, la docencia, y la clínica. Debemos empezar a ser escuchados.
El taller del sábado me ha servido, entre otras cosas, para retomar mis tareas con un paso más firme, más seguro. Ya somos muchos con la misma voz.
Una de las reflexiones que realizo después de asistir a este taller es si verdaderamente todo el trabajo de rehabilitación que realizamos cada día con los pacientes que acuden a nuestra consulta, es generalizada después por ellos, practicada en su mundo real.
El contexto clínico es el laboratorio, el lugar en el que se hacen las mezclas. Sacamos la probeta, los medidores, los tubos de ensayo, el matraz, y hacemos las mezclas. Comprobamos si los ingredientes son los correctos. Y observamos, intentando que no exista ninguna variable que altere nuestro experimento, cómo se va desarrollando el mismo.
Pensamos cada día, con ánimo, con ilusión, que todas aquellas estrategias que ponemos en marcha, tendrán buenos resultados. Pero no siempre es así.
¿Qué parte del experimento nos está fallando?, me pregunto una y otra vez.
Trabajamos con herramientas correctas.
Conocemos los mecanismos que se activan en el cerebro, las zonas que están siendo estimuladas.
Contamos con la plasticidad cerebral, esa característica de nuestro cerebro que nos permite seguir y seguir aprendiendo.
Podemos ver, como si de una bola de cristal se tratara, qué está pasando cuando sometemos a los pacientes a pruebas de velocidad, de atención, de planificación. Y entendemos que con esto debería ser suficiente. Si hago cien abdominales cada día, tendré el abdomen fuerte; si realizo ejercicios con pesas, desarrollaré los bíceps; si camino cinco kilómetros a paso rápido, fortaleceré mis gemelos.
¿Por qué entonces no ocurre lo mismo cuando trabajamos en la rehabilitación de las funciones cognitivas?
El profesor Portellano mantiene que si cada día se realizan diez minutos de trabajo ejecutivo bien dirigido, esto afectará a la conducta observable de los sujetos.
Yo, !que pena¡, tengo mis dudas.
Pero ¿por qué? ¿Es por falta de confianza en los métodos? No. Es porque creo que hay una parte del trabajo que se nos queda sin hacer: no intervenimos convenientemente en el entorno de los pacientes.
Los pacientes con TDAH, con impulsividad, o con conductas negativistas y desafiantes, en definitiva, los sujetos con dificultades en la función ejecutiva, en la autorregulación de la conducta, o en la inhibición de sus respuestas, viven en un determinado entorno. Esa es la variable que altera nuestro experimento, la que está fuera del laboratorio, la que no podemos controlar, mensurar, mezclar.
Los ambientes, no siempre autorregulados en los que se crían los sujetos con problemas de la función ejecutiva, son la asignatura pendiente. Mientras que los neuropsicológos no intervengamos en estos con valentía, con un cierto matiz de exigencia, con un mensaje claro, definido, descrito, las cosas se quedarán sin hacer.
Es frecuente que los padres acudan con sus hijos a los centros clínicos para que sean tratados. Considero que es nuestra obligación como profesionales que una parte del tratamiento sea intervenir en las familias, asesorar, preparar, formar, instruir. Los padres no saben, no tienen por qué saber, cómo resolver los asuntos cuando estos se complican. Si nosotros no les insistimos y les ayudamos, esta parte del tratamiento se quedará sin hacer y entonces las intervenciones no serán todo lo eficaces que deberían ser.
Por tanto, puede que, en parte, tenga razón el Profesor Portellano. Estoy de acuerdo con él: podemos mejorar las condiciones de nuestros pacientes con los planes de intervención correctos. Pero, y esto es lo que creo, necesitamos que también mejore su entorno, es imprescindible a mi entender sostener a los padres en esta dura tarea de sacar adelante a una persona con problemas.